SEMANA SANTA.

Publicado: abril 8, 2012 en Anécdotas, Divagaciones, Relatos

Dicen que los ateos deberíamos ser congruentes y no disfrutar los días de descanso de Semana Santa. A mí me ha tocado trabajar esos días y no es cosa del otro mundo, aunque sí se siente medio feo estar trabajando cuando todos los demás no.Debido a eso es que cuando existe la posibilidad de tomar esas vacaciones siempre aprovecho. Además, yo sí tengo algo qué festejar.

En los días «santos» siempre me las arreglaba para escaparme a la casa familiar de la playa, en Cuyutlán. A veces en la llamada «Semana Mayor», a veces en la de Pascua; un par de días o toda la semana dependiendo de mis posibilidades.
Me gustaba -aparte del mar y otros atractivos- lo grato de convivir con mi familia, a la cual prácticamente no veía el resto del año.
Fue precisamente en Semana Santa cuando, al estar sentado en una banca del malecón contemplando el ir y venir del oleaje, escuché un altavoz anunciar que al día siguiente se llevaría a cabo una carrera cuyo inicio sería en el mismo Cuyutlán y la meta en El Paraiso, nueve kilómetros por la playa.
El resto del día me lo pasé pensando en ello y considerando los mentados nueve kilómetros como una distancia no tan complicada de cubrir y me dieron ganas de recorrerla en una tranquila caminata.
Durante todo el Jueves repasé la idea y planeé con mucha emoción lo que sería mi aventura en solitario.
Desde esos días de mi juventud ya tenía cierta cantidad de dudas existenciales, y mi lectura elegida para las vacaciones terminó por definirme.
En las primeras horas del Viernes Santo, cerca de la una de la mañana, terminé de leer el primer libro de Caballo de Troya de J.J. Benítez, el cual me impresionó bastante y me dió un objetivo adicional a la simple caminata.
A pesar de la desvelada, poco antes del amanecer del Viernes me levanté, preparé mi mochila la cual llevaba agua y algo de comida, además de mi walkman, una decena de cintas, mis fieles libretas y lápices y plumas de dibujo, binoculares, y alguno que otro amuleto para la buena suerte.
Salí a caminar con mucho entusiasmo. Recibí al Sol al cabo de unos pocos minutos entre la música en mis auriculares y el arrullo del mar. Conocí por primera vez el tortugario y descubrí algunas conchas tiradas en la arena que me acompañaron en mi caminata desde el interior de mi mochila.
A la mitad del camino hice una pausa.
Tras descansar un buen rato, reanudé mi andar hasta arribar finalmente a mi destino.
Desafortunadamente, mi capital era de sólo 20 pesos, los cuales utilicé en comprar una nueva botella de agua y una muy raquítica torta que me supo mejor al comerla a la orilla del estero, lo que añadió un poco más de sabor a la aventura al tener la vista alerta por si acaso algún saurio también quería alimentarse en el mismo sitio que yo.
Con muy poca energía, emprendí un regreso tortuoso.
Pretendiendo evitar el cansancio que produce caminar por la arena de la orilla del mar, decidí orientar mis pasos un poco más tierra adentro, por las huertas de palmeras que bordean la playa y resultó que al estar más floja la arena en este punto mi esfuerzo fue mayor.
Traté de regresar a la orilla del mar con el inconveniente de que una valla de arbustos espinosos me separaba de esta. Encontré una especie de camino angosto por el cual recorrí cerca de 20 metros para encontrar que los últimos 2 metros que me separaban de la playa estaban bloqueados con más arbustos. Haciendo un poco el ánimo y sin ganas de volver sobre mis pasos, tomé mi mochila como ariete y avancé sobre -y entre- las espinas, obteniendo un doloroso éxito.
Al cabo de lo que me pareció una eternidad, pero que no pasó de un par de horas, llegué por fin a la casa. Asoleado, espinado y sumamente cansado. Y a pesar de que dormí muy incómodamente debido a la fuerte insolación, la caminata por la playa la repetí cada año, a veces doblemente, a veces yendo más allá.

Lo que hizo realmente importante la primera caminata fue la pausa a la mitad del camino. Llegué a un punto donde existía algo de basura en la arena, troncos, ramas, conchas y alguna botella de plástico. Aproveché uno de estos troncos para sentarme, aproximé una tabla que estaba tirada a un lado y con mi marcador escribí un juramento. Entre otras cosas, me acepté como no creyente, me comprometí a seguir mi propio camino y a no dejarme influir por alguien más y a pensar detenidamente las cosas antes de emitir un juicio.

Yo cada Semana Santa conmemoro esto. Supongo, entonces, que sí tengo derecho a mis días de descanso, aunque sea para hacer una nueva pausa. En cuanto a la pequeña tabla donde hice mis anotaciones… Aún me la cuida el mar y cada vez que lo veo le rindo cuentas de mi progreso.

comentarios
  1. Tania dice:

    ¡Hey! ¡Me gustó! siempre me pasa que cuando empiezo a caminar sólo por las ganas de caminar, me encuentro con obstáculos como el que describes de los arbustos: que oscurece y me veo atrapada en una avenida sin banqueta y con muchos carros; que hay una construcción y piso el cemento fresco; que la calle se termina… etc. Es lo bueno de las caminatas, todo es inesperado.

    Tengo dos dudas: ¿Te uniste a la caminata que anunciaban o el anuncio sólo te dio la idea para hacerlo tú solo? ¿Cómo es que no se roban tu tabla?

    Me gustó mucho… me gusta de ti que eres muy real , nada de palabras rimbombantes o frases prefabricadas… está padre.

    Me gutó el final 😀 y yo no creo en la religión como institución pero también me paseo en «los días santos» pos total!

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